Jesucristo, en su amor infinito a los hombres, instituyó los siete
sacramentos, por medio de los cuales llegan hasta nosotros los bienes de La
Redención.
Los Sacramentos son eficaces en sí mismos, porque en ellos actúa
directamente Cristo. En cuanto signos externos también tiene una finalidad
pedagógica: alimenta, fortalecen y expresan la fe.
Cuanto mejor es la disposición de la persona que recibe los
sacramentos, más abundantes son los frutos de la gracia.
Los Sacramentos: Son signos eficaces de la gracia, instituidos por
Jesucristo y confiados a la Iglesia, por los cuales no es dispensada la vida
divina.
Toda la vida litúrgica de la Iglesia gira en torno al Sacrificio
Eucarístico y los sacramentos. Hay en la Iglesia siete sacramentos: Bautismo,
Confirmación o Crismación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos,
Orden sacerdotal y Matrimonio
Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su
ministerio público eran ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio
pascual.
Los sacramentos, como "fuerzas que brotan" del Cuerpo de
Cristo (cf Lc 5,17; 6,19; 8,46) siempre vivo y vivificante, y como
acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son
"las obras maestras de Dios" en la nueva y eterna Alianza.
Los sacramentos son "de la Iglesia" en el doble sentido de
que existen "por ella" y "para ella". Existen "por la
Iglesia" porque ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa en
ella gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen "para la
Iglesia", porque ellos son "sacramentos [...] que constituyen la
Iglesia" ya que manifiestan y comunican a los hombres, sobre todo en la Eucaristía,
el misterio de la Comunión del Dios Amor, uno en tres Personas.
Formando con Cristo-Cabeza "como una única [...] persona
mística" (Pío XII, enc. Mystici Corporis), la Iglesia actúa en los
sacramentos como "comunidad sacerdotal" "orgánicamente
estructurada" (LG 11): gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se
hace apto para celebrar la liturgia; por otra parte, algunos fieles "que
han recibido el sacramento del Orden están instituidos en nombre de Cristo para
ser los pastores de la Iglesia con la palabra y la gracia de Dios" (LG 11).
Los tres sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden
sacerdotal confieren, además de la gracia, un carácter sacramental o
"sello" por el cual el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y
forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos. Esta
configuración con Cristo y con la Iglesia, realizada por el Espíritu, es
indeleble (Concilio de Trento: DS 1609); permanece para siempre en el cristiano
como disposición positiva para la gracia, como promesa y garantía de la
protección divina y como vocación al culto divino y al servicio de la Iglesia.
Por tanto, estos sacramentos no pueden ser reiterados.
Cristo envió a sus Apóstoles para que, "en su Nombre,
proclamasen a todas las naciones la conversión para el perdón de los
pecados" (Lc 24,47). "Haced discípulos de todas las
naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo" (Mt 28,19). La misión de bautizar, por tanto la misión
sacramental, está implicada en la misión de evangelizar, porque el sacramento
es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a
esta Palabra:
«El pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo
[...] Necesita la predicación de la palabra para el ministerio mismo de los
sacramentos. En efecto, son sacramentos de la fe que nace y se alimenta de la
palabra» (PO 4).
Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia
que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es
quien bautiza, Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la
gracia que el sacramento significa. El Padre escucha siempre la oración de la
Iglesia de su Hijo que, en la epíclesis de cada sacramento, expresa su fe en el
poder del Espíritu. Como el fuego transforma en sí todo lo que toca, así el
Espíritu Santo transforma en vida divina lo que se somete a su poder.
EL PECADO
El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia
recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa
de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta
contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un
deseo contrarios a la ley eterna” San Agustín.
El pecado es una ofensa a Dios. El pecado se levanta contra el amor
que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es
una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como
dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5).
Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto
humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o
según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que
se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados
espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u
omisión.
La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre
voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las
intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos
testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt
15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras
buenas y puras, a la que hiere el pecado.
La gravedad del pecado: pecado mortal y venial
“Conviene valorar los pecados
según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya
en la Escritura (cf 1Jn 5, 16-17) se ha impuesto en la tradición de la
Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”
El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la
caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una
conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento
de la Reconciliación:
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo
que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento” (RP 17).
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según
la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes,
no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc
10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave
que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la
violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un
extraño.
El pecado mortal requiere plena conciencia y entero
consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto,
de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento
suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia
afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16,
19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.
La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la
imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los
principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre.
Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el
carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores
o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por
malicia, por elección deliberada del mal.
Se comete un pecado venial cuando no se
observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se
desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin
entero consentimiento.
El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado
a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y
la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado
y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el
pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la
voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente
reparable con la gracia de Dios. “No priva de la gracia santificante, de la
amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” (RP 17):
“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la
blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada” (Mc 3, 29; cf Mt
12, 32; Lc 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien
se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el
arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el
Espíritu Santo (cf DeV
46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la
perdición eterna.
La
proliferación del pecado
El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por
la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen
la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el
pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido
moral hasta su raíz.
.- LA JUSTIFICACIÓN
La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es
decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por
la fe en Jesucristo” (Rm 3, 22) y
por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):
«Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él,
sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más,
y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado,
de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también
vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús»
(Rm 6, 8-11).
Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo,
muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos
miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf
1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión,
que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio:
“Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios
y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. “La
justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y
renovación del interior del hombre” (Concilio de Trento: DS 1528).
La justificación libera al hombre del pecado que contradice
al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la
iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre
con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.
La justificación es, al mismo tiempo, acogida de la justicia de
Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor
divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la
esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina.
.- LA GRACIA
Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor,
el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar
a ser hijos de Dios (cf Jn 1,
12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la
naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17,
3).
La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos
introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano
participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo”
puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida
del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.
Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende
enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y
darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de
la voluntad humana, como las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9)
La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida
infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y
santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida
en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn
4, 14; 7, 38-39):
La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y
sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de
obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual,
disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias
actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de
la conversión o en el curso de la obra de la santificación.
La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que
nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que
el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces
de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones
propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales,
llamadas también carismas, según el término griego empleado por san
Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG
12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de
milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y
tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad,
que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).
.- LA
SANTIDAD CRISTIANA
“Sabemos que en todas las
cosas interviene Dios para bien de los que le aman [...] a los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que
fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos
también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó,
a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).
“Todos los fieles, de
cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección de la caridad” (LG
40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto” (Mt 5, 48):
«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus
fuerzas, según la medida del don de Cristo [...] para entregarse totalmente a
la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de
Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la
voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá
frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la
vida de los santos» (LG
40).
El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con
Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo
mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la
Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque
las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean
concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a
todos.
“El camino de la perfección
pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2
Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:
«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se
alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo
de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San
Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).
Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia
de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las
obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de
Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la
“bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina
congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, [...] que baja del cielo, de
junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21,
2).
.- LA
MISERICORDIA DIVINA
Un palpable ejemplo de este tipo de amor
misericordioso es el de Dios que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda,
a olvidar a renovar. Para educarnos en el perdón debemos constantemente
recordarlo.
La palabra misericordia tiene su origen en
dos palabras del latín: miserere, que significa tener compasión, que significa
corazón. Ser misericordioso es tener un corazón compasivo. La misericordia,
junto con el gozo y la paz, son efectos del perdón; es decir, del amor.
Los católicos acogemos un conjunto de
verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han quedado condensadas en el
Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas otras
ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que
recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de frase oculta,
compuesta por cinco palabras: “Creo en la misericordia divina”. No se trata
aquí de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de
historia, sino de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la
misericordia divina, como parte de nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan
(1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor
ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír,
suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el
gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue
acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia
humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres
y violaciones, abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y
desprecio a los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por motivos
raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de
pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo) el campo de la
acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado
con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con
el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a
quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias,
simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo,
Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una
misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y
otra vez que la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la
Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido
el don de la amistad con el Padre de las misericordias.
Descubrimos así que Dios es
misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos. “Como se alzan
los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le
temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras
rebeldías” (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al
hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta en su
cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos
Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera;
que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas,
para curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia
divina ha sido uno de los legados que nos dejó el Papa Juan Pablo II.
Especialmente en la encíclica “Dives in misericordia” (Dios rico en
misericordia), donde explicó la relación que existe entre el pecado y la
grandeza del perdón divino: “Precisamente porque existe el pecado en el mundo,
al que ´Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito´, Dios, que ´es amor´,
no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no
sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la
verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal” (Dives in
misericordia n. 13).
Además, Juan Pablo II quiso divulgar la
devoción a la divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina
Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer
y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer
ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier
corazón humano, al arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que
vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor
omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el
Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica
profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: “Era yo, yo mismo el
que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados”
(Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que
un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la
dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue
presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos,
perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy
gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado
y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y
ser, hijos (1Jn 3,1).
A ese Dios misericordioso le digo, desde
lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine
siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. “Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia,
mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e
inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de
Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser
revelada en el último momento” (1Pe 1,3-5).
¿DÓNDE ENCONTRARNOS CON LA MISERICORDIA DE DIOS?
El padre Eugenio Lira Rugarcía en su
libro ¡Venga a mí! La Divina Misericordia nos recuerda cinco medios para
experimentar a este Dios rico en misericordia.
1.- MEDITACIÓN ORANTE DE LA PALABRA DE DIOS
“Toda la Escritura divina es un libro y
este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda
la Escritura divina se cumple en Cristo” . 59 De ahí que el Magisterio de la
Iglesia nos recomiende la lectura asidua de la Palabra de Dios ,60 ya que en
ella Dios conversa con nosotros 61 Por eso el Salmista proclama: Antorcha para
mis pies es tu Palabra, luz en mi sendero (Sal 119,105).
Si, por nuestro bien debemos conocerla,
meditarla, vivirla y anunciarla, a la luz de la Tradición de la Iglesia y del
Magisterio :62 “Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica,
será como el hombre prudente que edificó sobre roca (Mt 7, 24). Consciente de
esto, aún en medio de su locura, don Quijote afirmaba de las letras divinas:
“tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin
fin como éste ninguno otro se le puede igualar” . 63
Sin embargo, hay quienes no le dan
importancia; y mezclando la fe con supersticiones, dejan que cualquier libro o
película les confunda y les arrebate esa preciosa semilla. Otros se entusiasman
de momento, pero al no ser constantes están débiles, y cuando les llega un
problema, lo dejan todo. En cambio, quienes reciben la Palabra de Dios, y
confiando en su eficacia la meditan con la guía de la Iglesia y la alimentan
con los Sacramentos y la oración, dan tal fruto, que son capaces de resistir la
adversidad, sabiendo que los sufrimientos de esta vida no se comparan con la
felicidad que nos espera.64
2.- CELEBRACIÓN DE LA LITURGIA
En la Liturgia está presente Cristo ,65
quien uniéndonos por el Bautismo a su Cuerpo, que es la Iglesia, nos permite
ofrecerlo y ofrecernos juntamente con Él, para participar, con la fuerza del
Espíritu Santo, en su alabanza y adoración al Padre, fortaleciéndonos en la
unidad, y llenándonos del poder transformador de Dios para ser signo e instrumento
de salvación para toda la humanidad, participando también de lo que será la
Liturgia celestial.66 De entre los miembros de este Cuerpo, el Señor llama a
algunos para que, a través del sacramento del Orden sacerdotal representen a
Cristo como Cabeza del Cuerpo, anunciando la Palabra de Dios, guiando a la
comunidad, y presidiendo la liturgia, especialmente los sacramentos, entre los
que destaca la Eucaristía, donde Él se nos entrega para comunicarnos todo el
poder salvífico de su pasión, muerte y resurrección, por el que nos une a la
Santísima Trinidad y a toda la Iglesia; con la Virgen María y los santos, con
el Papa, con el propio Obispo, con todo el clero y con el pueblo de Dios
entero, dándonos la esperanza de alcanzar la vida eterna y resucitar con Él el
último día, fortaleciéndonos así para vivir el amor y ser constructores de
unidad en nuestra familia y en nuestros ambientes, siendo solidarios
particularmente con que más nos necesitan.67
3.- LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE MISERICORDIA
Esto es mi cuerpo.. esta es mi sangre
(Mt 26, 26-28). El que come Mi carne y bebe Mi sangre, tiene vida eterna (Jn 6,
54). Por eso, el propio Jesús exhortaba a santa Faustina: No dejes la Santa
Comunión, a no ser que sepas bien de haber caído gravemente... Debes saber que
Me entristeces mucho, cuando no Me recibes en la Santa Comunión .68 Mi gran
deleite es unirme con las almas. Has de saber, hija Mía, que cuando llego a un
corazón humano en la Santa Comunión, tengo las manos llenas de toda clase de
gracias y deseo dárselas al alma 69
En el año 304, durante la persecución de
Diocleciano, en Abitina, 49 cristianos fueron arrestados un domingo mientras
celebraban la Eucaristía. Cuando el procónsul les preguntó por qué habían
desobedecido la prohibición del emperador, sabiendo que el castigo sería la
muerte, uno de ellos respondió: “sin la Eucaristía dominical no podemos vivir”.
70A los cristianos de hoy, el Papa Benedicto XVI nos ha dicho: “Participar en
la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la
comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad... es una
alegría”. En ella podemos encontrar “la energía necesaria para el camino que
debemos recorrer cada semana” 71
Procuremos comulgar con frecuencia,
participando siempre en la Misa Dominical. Dediquemos también algunos momentos
a visitar al Santísimo Sacramento .72 “Es hermoso estar con Él –decía Juan
Pablo II- y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13,
25), palpar el amor infinito de su corazón”. 73Y si tenemos conciencia de estar
en pecado grave, recordemos que antes de Comulgar debemos primero recibir el
sacramento de la Reconciliación .74
4.- LA CONFESIÓN: EXPERIENCIA DE MISERICORDIA
No es voluntad de vuestro Padre
celestial que se pierda uno sólo (Mt 18, 14). El pecado nos degrada, nos aleja
de Dios y de los hermanos, y nos arrebata la vida. Pero Dios, que nos sigue
amando, nos busca y nos ofrece en el Sacramento de la Penitencia el perdón que
nos reconcilia con Él y con la Iglesia .75 “Como se deduce de la parábola del
hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya” . 76 Y
“todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no
lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo
sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente” . 77
Esto, gracias a que la tarde de Pascua,
el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23) . 78. Por eso, San Pablo afirma:
“Dios nos ha confiado el misterio de la reconciliación... y la palabra de
reconciliación” (2 Cor 5, 18 s.). En el Sacramento de la Penitencia, el Padre,
con la fuerza del Espíritu Santo, a través de sus sacerdotes que son presencia
y prolongación de Jesús Buen Pastor, corre hacia nosotros para abrazarnos y
colmarnos de su amor, y la Iglesia se alegra por la vuelta de aquél hermano que
estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15,
32).
Jesús es el cordero de Dios que, con su
sacrificio, quita el pecado del Mundo (Cfr. Jn 1, 29. Por eso, Él, que ha
venido no para condenar, sino para perdonar y salvar (Cfr. Jn 3, 16), nos
invita a acercarnos con confianza a la confesión, donde por su voluntad, el
Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa “in persona Christi”. Así se lo
comentó a Santa Faustina: El sacerdote, cuando Me sustituye, no es él quien
obra, sino Yo a través de él ;79 Como tú te comportarás con el confesor, así Yo
Me comportaré contigo .80
5.- LA ORACIÓN
5.- LA ORACIÓN
Una persona subió con entusiasmo a un
pequeño barco, con el deseo de aventurarse en el mar. Al zarpar, con emoción
sintió la brisa y admiró la inmensidad y la belleza del océano. Pero después, a
causa del movimiento, experimentó un terrible mareo. Entonces, el capitán le
dijo: “si no quiere sentirse mal, mire hacia arriba”. ¡Qué buen consejo para
quienes surcamos el gran mar de la vida!: miremos hacia arriba, para no
marearnos, ni con los bienes del mundo, ni con las crisis y problemas. Y mirar
hacia arriba es hacer oración, escuchando a Jesús que nos dice: Permaneced en
mí, como yo en vosotros (Jn 15,4).
“Para mí, -escribe Santa Teresa del Niño
Jesús- la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia
el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto en la prueba como en la
alegría” . 81 Necesitamos orar para pedir ayuda, dar gracias, alabar, adorar,
contemplar, y escuchar a Dios, abriéndole el corazón a Él y al prójimo .82 ¡En
la oración, es Dios quien nos busca para saciar nuestra sed de una vida plena y
eternamente feliz! . 83 De ahí que Santa Teresa de Ávila diga: “Si alguien no
ha empezado a hacer oración...yo le ruego por amor de Dios, que no deje de
hacer esto que le va a traer tantos bienes espirituales. En hacerla no hay
ningún mal que temer y si mucho bien que esperar” . 84
Habla con tu Dios que es el Amor y la
Misericordia Misma ,85 exhortó el Señor a Santa Faustina. Pero ¿cómo orar?; con
humildad ,86 confianza y perseverancia .87 Pidan y se les dará, ha prometido
Jesús. Sin embargo, quizá alguno diga: “Muchas veces he pedido y no he
recibido. Orar no sirve para nada”. Pero seguramente lo que le sucede es
aquello que Santa Teresa describe así: “Algunos quisieran tener aquí en la
tierra todo lo que desean y luego en el cielo que no les faltase nada. Eso me
parece andar a paso de gallina, escarbando entre el basurero” . 88 ¡No perdamos
el tiempo, ni entorpezcamos nuestro camino!; creer en Dios es fiarse de Él,
sabiendo que nos da lo que más nos conviene, no para una alegría pasajera, sino
para nuestra felicidad plena y eterna.
REFLEXIONA Y CONTESTA
En el Catecismo de la
Iglesia católica lee los numerales 1114 al 1130 y los numerales del 1987 al 2016
1.-
¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida?
2.-¿Creo
que Dios me puede transformar con su gracia? ¿Creo que Dios está conmigo en los
momentos difíciles, aunque no lo sienta sensiblemente?
3.-
¿cómo puedo conocer más a Cristo y acercarme a Él?
4.-
¿Puedo decir que de verdad amo a Cristo?
5.-
¿Qué son para mi los sacramentos?
6.- ¿Estoy viviendo de
espaldas a Dios? Por qué?
7.- ¿Que el Pecado?
8.- ¿Que es la gracia?